Los vicariatos apostólicos de Puerto Leguízamo-Solano (Colombia) y de San José del Amazonas (Perú) han hecho oficial lo que ya era realidad: un equipo intervicarial, integrado por misioneros de las dos iglesias, que trabaja a la vez en las dos orillas del río Putumayo con un proyecto compartido. Una experiencia prototípica y revolucionaria que responde al pedido del Sínodo de la Amazonía de superar fronteras y generar redes de apoyo y espacios sinodales entre iglesias vecinas, persiguiendo el sueño de ir plasmando una Iglesia con rostro amazónico y con rostro indígena.
Por: César Caro (Vicariato San José del Amazonas)
Frente a Soplín Vargas, en el lado peruano del alto Putumayo, está Puerto Leguízamo, capital de la orilla colombiana. Funciona como un pulmón económico para esta zona, la gente va y viene para comprar, visitar a los parientes, ir al médico… La moneda en ambas márgenes es el peso colombiano, muchas personas tienen las dos nacionalidades, todo está conectado, y poco a poco la iglesia lo va entendiendo y viviendo.
Leguízamo es la sede del Vicariato de Puerto Leguízamo-Solano, de Colombia, y Soplín Vargas pertenece al Vicariato San José del Amazonas, de Perú. Desde hace algunos años estas dos jurisdicciones han ido estrechando lazos y concretando modos de colaboración a través de los Misioneros de la Consolata como hilo conductor: ellos tienen a su cargo el vicariato colombiano, con su obispo Mons. Joaquín Pinzón a la cabeza, y están presentes en el vicariato peruano, donde el misionero Fernando Flórez, colombiano y miembro de este instituto, es el responsable del puesto de misión de Soplín.
Ir con Fernando a Leguízamo es acompañarlo a su casa. Allí están sus compañeros y compatriotas, además de su amigo y antiguo formador Joaquín, el obispo. Esa cercanía, junto con el convencimiento de que “el río no nos separa, sino que nos une” es la que ha ido haciendo fluir las buenas relaciones y el trabajo conjunto entre las dos iglesias. Fernando lleva tiempo echando una mano en el lado colombiano, y a la vez cuenta con gente de allí para ir haciendo realidad el proyecto “Misión Putumayo” en la orilla peruana.
Lo vemos en Puerto Lupita. La señora Tania Ruiz, colombiana, es la responsable del proyecto en esta población cercana, pero peruana. A través de mingas formativas, talleres, reuniones y diversas actividades, se busca fortalecer a los líderes de la comunidad, empoderar a las mujeres y caminar hacia la recuperación de la cultura originaria, en este caso kichwa, mediante la artesanía, la danza y por supuesto el idioma. El equipo de facilitadores, que incluye al sabedor de la lengua, procede del vicariato vecino. Es una evangelización de primera línea que no comienza por los sacramentos o la doctrina, sino que busca puntos de encuentro e interés como el cuidado de la casa común.
Para apostar por este trabajo con las comunidades en toda la cuenca, y en ambos lados, el obispo de Puerto Leguízamo, Mons. Joaquín, ha dado un paso decisivo: mediante un decreto, ha creado un nuevo puesto de misión en su jurisdicción, un territorio aproximadamente gemelo del puesto de misión peruano de Soplín Vargas, y ha encomendado su cuidado pastoral a Fernando Flórez (que pertenece a San José del Amazonas – Perú) y a Alejandro Sánchez, diácono diocesano de etnia murui que pertenece a Puerto Leguízamo – Colombia).
El obispo ha hecho oficial lo que ya era realidad: un equipo intervicarial, integrado por misioneros de las dos iglesias, que trabaja a la vez en las dos orillas con un proyecto compartido. Claro que técnicamente él no puede dar un oficio a un sacerdote que no es suyo, ni destinar a su diácono al vicariato vecino, pero el documento dice “en estrecha comunión pastoral”, a buen entendedor pocas palabras bastan. Y así lo conversamos profusamente él y yo, obispo de Puerto Leguízamo y vicario general de San José del Amazonas, en una agradable cena entre hermanos en su casa, entusiasmados por lo conseguido y por las perspectivas.
Realmente se trata de una experiencia pionera y revolucionaria que responde al pedido del Sínodo de la Amazonía, que en el número 112 del Documento Final propone “replantear la forma de organizar las iglesias locales, repensar las estructuras de comunión en los niveles provinciales, regionales, nacionales y, también, desde la Panamazonía. Por ello, es necesario articular espacios sinodales y generar redes de apoyo solidario. Urge superar las fronteras que la geografía impone y trazar puentes que unan. El documento de Aparecida ya insistía que las Iglesias locales generen formas de asociación interdiocesana en cada nación o entre países de una región y que alimente una mayor cooperación entre las iglesias hermanas (cf. DAp 182)”. Pues he aquí una iniciativa modesta, pero original y rompedora.
Joaquín, hombre tan inteligente como bueno, me entregó el documento a la espera de que por parte de nuestro vicariato haya un reconocimiento especular pero igualmente firme y legal. Somos dos iglesias siamesas, peruana y colombiana, unidas por el alto Putumayo, en la aventura de trabajar juntas como una sola fuerza. Por nuestras venas corre la misma pasión misionera y el mismo sueño de ir plasmando una Iglesia con rostro amazónico y con rostro indígena. Fernando forma parte de Puerto Leguízamo y Alejandro está ya en la lista de nuestro Vicariato San José. Y todos, juntos, pertenecemos a la Amazonía.