Texto: Roberto Ábalos, misionero dominico del Alto y Bajo Urubamba (Vicariato de Puerto Maldonado).

Foto de portada: Rodrigo Rodrich

Son muchas las leyendas y mitos que existen alrededor del Pongo de Mainique. Para el pueblo matsigenka, el Pongo es su Génesis, su santuario, su “Tonkini” (el cerro más alto en la margen izquierda, que encajona al Urubamba), el “omogito inkite” (ombligo del universo), allá donde Tasorintsi sopló con fuerza y levantó torbellinos de viento y remolinos de agua, como un efluvio seminal de su magnificencia.

Las historias cuentan que Tasorintsi hizo brotar al matsigenka que se extendió río arriba y abajo, siempre caminando para que no caiga el cielo, y forjando una escalera que lo una con la tierra en cercanía. Para eso, previamente había herido con su rayo poderoso a la cordillera andina. Al igual que Moisés con su vara, separó el Alto del Bajo Urubamba para que la transición sea de las encrespadas cumbres a la planicie amazónica.

En este sagrado lugar se encuentran dos grandes corrientes de agua que originan los remolinos profundos del “Meshiareni”, lugar al que van los espíritus de la buena gente matsigenka; y el “kamaviría”, donde claman los muertos de mala vida y con sus lamentos rasgan el ambiente e incrementan el caudal de las aguas.

Como lo dice la palabra, tanto en quechua como matsigenka, pongo significa ‘puerta’. En este caso, la puerta del oso (Maeni). El formidable caudal de agua, que fluye con fuerte gradiente de inclinación, hace que su lecho se estreche en forma de cañón y pase de los 90-80 metros a los 40-30 de ancho. Alguna falla geológica y la fuerte erosión han hecho posible la factura del Ande y la entrada a la placidez meándrica de la selva del Bajo Urubamba.

A lo largo de este cañón discurren cantidad de cascadas y el roquerío amurallado y pulido en forma de sierra que destroza la lancha que se arrima a él.  Por eso, el Pongo del Mainique se cobra con frecuencia la pérdida de vidas humanas. No hay año en el que su cañón no provoque el naufragio de las embarcaciones que intentan surcar sus aguas.

A lo largo de este siglo se cuenta con datos y testimonios que hablan de lo difícil que es navegar por las turbulentas aguas de este cañón, que tiene una extensión de 37 a 52 metros de ancho por 3.680 metros de largo, y una corriente que alcanza los 28 kilómetros por hora.

Octubre de 2004: Entre el temor y el temblor

Varios misioneros, llegados tiempo atrás a esta parte de la Amazonía cusqueña, también han perecido al intentar aventurarse en las temibles cascadas y aguas del Pongo. Los relatos sobre este misterioso cañón llegaban durante mis años como estudiante hasta la escuela apostólica del Seminario Hispano Americano de Misioneros Dominicos de Villava, en Navarra, España. Allí fue donde escuché, con emoción, las historias de los misioneros que habían logrado cruzar sus aguas, y de algunos otros que fallecieron al ser tragados por sus remolinos.

Siendo el misionero que más ha surcado el Pongo de Mainique para ir a las misiones de Koribeni (Alto Urubamba) y Timpía (Bajo Urubamba), he estado en riesgo de naufragar en varias ocasiones. Recuerdo con lucidez la primera vez que lo surqué en octubre de 2004. Solo tres personas navegábamos en aquel bote: el piloto, el puntero y yo. Pero había más. Junto a mí yacían un toro muerto y sangrado, que encharcaba de rojo toda la lancha, y una vaca que no dejaba de moverse meciendo también la frágil embarcación.

El piloto, ante la misma puerta del estrecho pasadizo del cañón, como es costumbre, había parado la lancha para reacomodar la carga. Antes de arrancar de nuevo, fiel a la liturgia marinera en ese trance, hizo la señal de la cruz y sorbió varios tragos de aguardiente. Apenas entrando, aparece la mayor y majestuosa cascada de las muchas que jalonan el encajonado río, llamada el manto de novia.

El misionero Roberto Ábalos, a orillas del río Urubamba. Foto: Patricia Rosety

Ese es el corazón del “Tonkini”. Sus aguas sonoras, enérgicas y espumantes no son de caída, sino de filtración. Estalla y se expande en humedades que pulveriza el soplo de Tasorintsi, y bañan en temible caricia a los temerarios que se aventuran a cruzarlo en época de lluvias.

Cuando admiraba con temor y temblor la majestuosidad, contemplé ante mí una muralla de agua de al menos dos metros de altura, que juzgué era imposible escalar tal y como la popa arrumbaba hacia ella.  El piloto juzgó como yo y se echó para atrás, de nuevo hasta la misma boca bajo la efigie del inca. No fue hasta el tercer intento que, acercándonos cada vez más a la pared rocosa logramos, al fin, asaltar las olas.

Luego se suceden, a unos 300 metros el uno del otro, dos peldaños, también extremadamente peligrosos, pero no tanto como el primero. Al final te espera la famosa L que hace el río en ángulo recto, que en época de lluvias es más sencillo de cruzar. No todo el peligro termina en ese kilómetro temible, quedan otros dos con tramos arremolinados sumamente peligrosos. Ciertamente el peligro no termina hasta llegar a Ivochote, a dos horas de un viaje empinado.

Un lugar sagrado: cientos de relatos

Son muchas las leyendas y mitos alrededor del Pongo. Es casi imposible oír de labios de los paisanos matsigenkas que coincidan en los relatos, cada quien lo enriquece con su propia sensibilidad y experiencia.

Mario Vargas Llosa, en su excelente novela “El hablador” y asesorado por el P. Joaquín Barriales, gran recopilador de la mitología matsigenka, cuenta así la sacralidad del Pongo, recogiendo muchas versiones del mismo:

“Allí ocurrió, en el Gran Pongo. Allí el principio principió. Tasurinchi bajó desde el Inkite por el río Meshiareni con una idea en la cabeza. Hinchando su pecho, empezaría a soplar. Las buenas tierras, los ríos cargados de peces, los bosques repletos, tantos animales para comer, irian apareciendo. El sol estaba fijo en el cielo, calentando el mundo. Contento, mirando lo que aparecía. A Kientibakori le dio su rabieta terrible. Vomitaría culebras y sapos viendo lo que ocurría allá arriba. Tasurinchi soplaba y habían comenzado a aparecer también los machiguengas. Entonces, Kientibakori abandonó el mundo de aguas y nubes negras del Gamaironi y subió por un río de orines y caca. Rabiando, humeando de cólera, “Yo lo he de hacer mejor”, diciendo. Apenas llegó al Gran Pongo, se puso a soplar. Pero de sus soplidos no salían machiguengas. Tierras podridas donde no crecía nada, más bien; cochas cenagosas donde sólo los vampiros podían resistir el aire tan hediondo. Culebras salían. Víboras, lagartos, ratones, zancudos y murciélagos. Hormigas, gallinazos. Todas las plantas que producen ardor salían, las que queman la piel, las que no se puede comer. Esas nomás. Kientibakori, seguía soplando y, en lugar de machiguengas, aparecían los kamagarinis, los diablillos de pies curvos y filudos, con espolones. Las diablas aparecían, con sus caras de asno, comiendo tierra y musgo. Y los hombres cuadrúpedos, achaporo, tan peludos y tan sanguinarios. Kientibakori rabiaba. Tanta rabia tenía que los seres que iba soplando salían, como los daños y las alimañas, más impuros, más malvados. Cuando terminaron de soplar y se volvieron, Tasurinchi al Inkite y Kientibakori al Gamaironi, este mundo era lo que es ahora. Así comenzó después, parece. Así empezamos a andar. En el Gran Pongo. Desde entonces estamos andando, pues. Resistiendo los daños, sufriendo las crueldades de los diablos y diablillos de Kientibakori estamos. El Gran Pongo era prohibido, antes. Sólo regresaban hasta allí los muertos, almas que se iban sin volver. Ahora van muchos; virakochas y punarunas van. También machiguengas. Con miedo y con respeto irán. Pensarán: ¿ese ruido fuertísimo es sólo agua chocando contra las rocas al caer? ¿Sólo río al cerrarse entre paredes de piedra es? No, parece. Es ruido que sube de abajo, también. Gemidos y llantos de niños ahogados será. Sube desde las cuevas del fondo. En las noches de luna se oye. Estarán gimiendo, tristes. Los monstruos de Kientibakori los maltratarán, tal vez. Les harán pagar con tormentos el estar ahí. No los creerán impuros sino machiguengas, quizá. Eso es, al menos, lo que yo he sabido”.

Un momento de surcada en bote por el Pongo de Mainique durante el mes de agosto de 2013. Foto: Rodrigo Rodrich

 

En el excelente documental “Bajo Urubamba, el bosque de los misterios”, se relata otro mito sobre el Pongo:

“El Pongo de Mainike ha sido desde siempre un lugar sagrado para los matsigenkas; en especial el lugar donde se forma un enorme remolino, muy cerca de la gran catarata. Cuenta la leyenda que el Dios Tasorintsi fue quien esculpió a los matsigenkas y les dio las tierras donde viven. Luego del gran remolino llamado Tonkini, nacieron dos hijos gemelos Pachakamui y Pareni, quienes enseñaron al pueblo matsigenka a pescar y sembrar, a reconocer las plantas medicinales, a hacer arcos y flechas, a construir canoas y a preparar mashato. El Dios Tasorintsi es el encargado del gran remolino Tonkini, un lugar donde se juzgan las almas de los matsigenkas. Al morir sus almas viajan hasta el pongo para ingresar al remolino dentro del cual Tasorintsi los juzgará según como hayan hecho sus vidas. Según eso podrían ir al Inkiti o cielo, regresar al kipatsi o tierra de los vivos, o ser enviados al Gamaironi, el lugar del sufrimiento lleno de lodo putrefacto en el fondo del remolino”.

Y cerramos con el P. Alfredo Encinas, quien describe poéticamente el paso por el Pongo:

“El paraje recorrido por el río Alto Urubamba desde su origen, encuentro del Vilcanota con el Yanatile, hasta el Pongo Mainike es, sin duda, uno de los recorridos fluviales mas espectaculares y hermosos de la Tierra. El río, cada vez más cargado de aguas con la aportación de sus nuevos y numerosos afluentes, se revuelve, como fiera herida, entre elevados peñascos y grandes bloques graníticos sembrando de blanca espuma sus pequeños remansos. Así, golpeado y cansado, el Alto Urubamba aborda el último y gran obstáculo que intenta impedirle el paso hacia la gran planicie amazónica: la Cordillera del Pongo de Mainike. El alborotado y caudaloso río afronta el reto con decisión y por cinco kilómetros rompe el formidable muro entre el estruendo y el aplauso de cascadas que se descuelgan, engalanadas de orquídeas y lianas, desde los altos cerros. Cuando al fin el río, exhausto de fuerzas, traspasa las ciclópeas puertas del Pongo y mira el despejado horizonte, se abandona a un lento y lánguido caracoleo por la planicie selvática en la que los numerosos afluentes le aportarán, con sus aguas, nuevos olores y sabores”.

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Y este es el lugar. Donde Tasorintsi hizo brotar al matsigenka.