Por: P. César Caro
Ocurrió hace tres semanas, el 10 o el 11 de enero. La violencia del río, persistente e incansable, mostró su lado más cruel derrumbando las orillas y sembrando el pánico en la población. Es lo que se llama “desbarranque”, un fenómeno tan amazónico como inevitable que nos hace sentir como muñecos clicks de Playmobil en manos de la naturaleza, ante cuya fuerza nada podemos.
No es un golpe súbito y devastador como la ola de un tsunami, no. El río trabaja despacio, sin cansarse nunca, habitado por todo tipo de criaturas y fieras, trufado de espíritus malos y dominado por la Boa… Va horadando, penetrando la tierra de la ribera, desgastándola sin piedad en alianza con el viento y las corrientes subterráneas de agua.
Es una furia lenta y a la vez implacable, que me recuerda al descenso de la colada de lava en la isla de La Palma. Una destrucción en super slow motion que, curiosamente, siempre sobresalta y sorprende, a pesar de que la amenaza del río está ahí, inamovible como el volcán. Aquella mañana los vecinos se levantaron pisando grietas en paredes y pistas; el nuevo mercado, a punto de ser terminado, apareció resquebrajado por doquier. Un tercio de las casas del pueblo fueron afectadas; entre ellas la de los misioneros.
El día 24 llegué para acompañar, ver, sentir. Los franciscanos me cuentan cómo primero la escalera de entrada a la casa se separó del tabique porque el terreno cedía. Más tarde, fue la pared la que se vencía hacia la escalera a medida que se iba desfondando toda la base de la construcción. Un día cabían dos dedos por las grietas de las paredes, al día siguiente una mano, y así se podía seguir el ritmo y la magnitud del destrozo.
Un paseo con la hermana Eliana para observar y apreciar. La pista cuarteada y completamente rota en muchos lugares. El salón parroquial-iglesia (en plena reforma y mejora), moteado de rajas y fisuras. Viviendas literalmente partidas en dos, como la de la imagen; franjas enteras de calle totalmente hundidas; inmensos socavones… Mucha gente ha tenido que abandonar sus casas y buscar asilo con familiares ubicados en la loma, más arriba y a salvo de las agresiones del Napo. Una señora miraba cómo varios trabajadores municipales desarmaban lo que quedaba de su vivienda: “Nos han dado terrenos y nos apoyan para rescatar las calaminas buenas, pero ¿cómo voy a levantar mi casita nueva? Mis hermanos están fuera, somos puras mujeres”.
La misión ha corrido la misma suerte del pueblo. Aunque las casas de las religiosas se han salvado, y también el colegio y el hospital, los franciscanos se vieron de un día para otro acogidos por las hermanas, y la Eucaristía del domingo se celebra en el internado porque todos los inmuebles siniestrados han sido precintados, templo incluido.
Conocemos que han llegado varios organismos regionales y gubernamentales para estudiar el alcance real del accidente y el estado de los suelos. Fuimos a la municipalidad a informarnos, pero hay mucha confusión, no se sabe si se podrá volver a levantar edificios junto al río y si necesariamente habrá que tumbar los restos que quedan en pie. De momento la casa misionera está siendo desarmada.
Detecto en la gente una mezcla de fatalismo, susto e inquietud, una especie de conmoción cristalizada desde generaciones a la misma velocidad que la acción del río. Como si esa furia fría hubiera ido carcomiendo las almas a la vez que las arcillas. “Qué se puede hacer”, “así son las cosas”… Es una demolición siempre en proceso, inexorable, no hay contestación ni previsión posible. Qué rabia y qué impotencia.
Los misioneros no damos paso atrás, no huimos, afrontamos la situación y compartimos el destino de nuestra gente. Vamos a luchar para que el Napo no resquebraje sus esperanzas. Todo el Vicariato alentando e inspirando valentía y compromiso. Especialmente cuando el piso se hunde y hay sufrimiento por la incertidumbre y la desgracia, nos quedamos con ellos.
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Artículo publicado originalmente en el blog de KPAYO: Misionero en la Amazonía peruana. Se puede leer aquí.