Por: César Caro. Vicario General de San José del Amazonas (Perú)
Estaba emocionado por volar por primera vez en hidroavioneta, pero tuve que tener paciencia y esperar: solo hay un vuelo a Soplín Vargas a la semana, los miércoles, y si hace mal tiempo o la Fuerza Aérea necesita el aparato para otro menester, el viaje se pospone. En mi caso, hasta el viernes. Llegar al alto Putumayo es una aventura, pero por descontado que valió la pena.
Soplín es una chacra de apenas 800 habitantes situada en el extremo norte del tramo peruano del río Putumayo, que es el límite natural entre Colombia y Perú. Unos 1200 km de inmensidad navegable, poca población, vida desbordante y todas las patologías que infestan las fronteras alejadas: débil presencia de los estados; educación, salud, agua, electricidad y demás servicios básicos precarios o inexistentes; narcotráfico, violaciones de los derechos humanos, impunidad.
Es además Soplín Vargas el puesto de misión más reciente (fundado en 2011), el más lejano y el de más difícil acceso, y el último de los 16 que me quedaba por conocer. En él viven cuatro pueblos indígenas (Kichwa, Murui, Ajebeko Yajen y Secoya), y los misioneros intentan tejer territorio, culturas y vida a lo largo de 40 comunidades. Es también una bonita experiencia de trabajo en comunión y superación de fronteras geográficas y eclesiales.
Pasamos un par de días en la casa misionera, que no es otra cosa que la capilla, que tiene adosados dos cuartos, un baño y la cocina. Las condiciones materiales de los misioneros al llegar a un lugar nuevo son duras, doy fe. Vivimos y dormimos donde mañana se armará la misa, almorzamos en la parte trasera arañando un poco de privacidad, y por la noche, con ayuda de un foco recargable con panel solar porque no hay luz, nos contamos nuestra vida animados por unos piqueos y un excelente ron de caña que Fernando Flórez, el responsable del puesto de misión, nos ofrece generosamente, como todo lo que tenemos a la vista.
El domingo por la mañana llega temprano don Luciano, veterano animador, a ayudar al padre a recoger, barrer, trapear y colocar sillas, de modo que donde estaban las carpas y colchonetas emerge el espacio de la celebración. Acude un buen grupo de personas y, con Alejandro a la guitarra, la Eucaristía resulta muy alegre, espontánea y participada. El vicario general les habla y procura que se sientan conectados con toda esta enormidad selvática que es el Vicariato San José del Amazonas. Alejo es diácono, colombiano y del pueblo murui, y es el compañero de Fernando desde hace un mes.
“El río no nos divide, sino que nos une”, es un mantra que inspira el estilo de trabajo de esta zona, y que reaparece a menudo en conversas y presentaciones. Recorriendo el río se establece un vínculo entre las personas, y de hecho se trata de que Ginebra, Francis (voluntarios de la ONG Suyay) y yo conozcamos, sintamos, gustemos y amemos estas tierras, estas gentes y este proyecto. En Puerto Lupita palpamos la apuesta por el fortalecimiento de líderes, el cuidado de la casa común, la recuperación de las culturas originarias… Nos acogen, nos explican sus talleres, actividades y esfuerzos, nos muestran algunos modestos resultados e intuimos su ilusión. Almorzamos un rico sancocho y nos regalan bellas artesanías: un pate para tomar masato y un bolígrafo de madera tallada.
Durante dos días bajamos el Putumayo en el bote Ruah Sumak Kawsay (“Espíritu Buen Vivir”, en kichwa), una travesía larga pero cómoda, con buenos asientos, motor 40 y muy buenas vibras en el grupo, tinto va tinto viene. Entramos en varias comunidades de ambas orillas: Ipiranga, Urco Miraño… Nos acompañan dos religiosas africanas misioneras de la Consolata, Lois y Gladys. Apenas llegamos a Puerto Alegría, donde pasamos la noche y ellas se quedarán una semana, preparan una rica cena y la comida del día siguiente. El grupo se fragua, el río nos une.
En Santa Mercedes, que es distrito, el cacique Juan Carlos y la señora Marisela me jalan hasta enseñarme el terreno donde quieren hacer su capilla, y piden apoyo. De ahí a Puerto Arturo, donde conversamos con Germán (dirigente kichwa) y Pedro (dirigente murui), que luchan por organizar una federación que aúne a los pueblos indígenas de la región. Con Yolanda, esposa de Pedro, y su nieta, nos hacemos esta foto que me parece un daguerrotipo familiar antiguo como los que hay en las casas de los pueblos de mi Extremadura.
Y así, a favor de la corriente, vamos descubriendo la anchura y el silencio del río Putumayo, su majestad y su carácter. Presentimos el peligro de la militarización, nos han hablado de cárteles de narcos que se disputan el territorio; pienso en el sometimiento de la pobre gente, que debe escoger entre el hambre o el raspado de coca. Dialogo con ese dolor viejo, que desde la época del caucho impregna cada olada; contemplo esa soledad que serena el corazón y tiñe la puesta de sol, como en el Yavarí. No necesito tomar esta agua para enamorarme y desear volver.